lunes, 31 de octubre de 2011

EL BOSQUE ENFANTASMADO

EL BOSQUE ENFANTASMADO

Las aguas, al reunirse, cubrieron carros,
caballeros y todo el ejército del faraón,
que habían entrado en el mar en seguimiento
de Israel, y no escapó uno solo.

(Exodo, 14, 28)

El perro husmeaba por entre las atochas seguido de cerca por los dos hombres, pendientes de todos sus movimientos. Uno de ellos, armado con carabina de precisión y vestido con apropiada ropa de camuflaje de color verde mustio a rodales terrosos, sombrero símil y botas relucientes, demasiado para el propósito incluso, de cuero marrón, ornaba su pulcro afeitado con un fino y cuidado bigote de guías caídas; el otro, cargado con el resto de los apechusques cinegéticos, al contrario, vestía chaqueta parda ajada sobre camisa de percal sin cuello, pantalón de pana marrón y faja negra al cinto, tocada la cabeza por una boina capada y la base por unas traídas esparteñas, cubría su ajado rostro una rala barba, terrosa y amugroñada.

-Paece que ha encontrao algo, señor Conde -dijo éste último.

-Ya lo he visto, tío Juan, ya lo he visto -contestó con hastío el elegante.

El can parecía ahora más nervioso, había aumentado la velocidad de sus movimientos y su, breve y atractiva, cola se agitaba sumamente excitada.

-Venga, tío Juan, vamos a colocarnos en buen ángulo... que no se nos vaya a escapar ahora esta pieza.

Se situaron cerca de la ladera de la planicie sobre la cual se hallaban a instancias del llamado tío Juan, considerando éste que desde tal posición evitarían que la presa huyese cuesta abajo, fuera de su campo de visión.

-¿Quié usté que tire yo tamién, señor Conde?

No era apreciable en la entonación de las palabras del lugareño el menor rastro de la ansiedad propia de un cazador; era su espíritu de lacayo quien deseaba mostrar su buena disposición a colaborar en la empresa, en provecho de su amo.

-Síii..., tío Juan, tire usted también -concedió el conde de mala gana. Hablaban quedo por hábito ante la cercanía presentida de la presa a cazar.

Aguardaron a que la pieza perdiese los nervios y se echase fuera de las espesas atochas que la celaban; ya se tardaba lo suyo no obstante.

-¡Vrigile osté bien por tuiscas partes, señor Conde, que ande menos se piensa salta la liebre! -advirtió el tío Juan a su amo y señor.

Las palabras voluntariosas del campesino, lejos de serle agradecidas, como tantas y tantas veces, ahora también tuvieron la virtud de irritar al prócer.

-¡Cállese..., cállate, tío Juan! A mí no me hacen falta consejos. De nadie... Y muchos menos
tuyos.

¡Decirle a él, experto en mil peligrosas cacerías por las selvas africanas un labriego lo que debía o no hacer...! ¡Habráse visto la desfachatez del palurdo gañán!

Al pronto, el can se inmovilizó cual una estatua de granito frente a una tupida atocha semi
acamada.

El signo era inequívoco para los dos hombres: la pieza estaba casi descubierta.

La aparición de la oculta presa no se hizo esperar más. Del raigón más próximo al chucho estático surtió una especie de rayo peludo de largas orejas puntiagudas.

-¡Es una liebre, señor Conde!

El señor conde no atendía al comentario, por lo demás innecesario, del tío Juan. Con el rifle de mira telescópica que hubo tomado del hombro de aquél previamente, seguía la veloz carrera de la liebre, esperando el alineamiento propicio para abatirlo; no le agradaba el desgaste superfluo de cartuchos: él mataba al primer disparo. Siempre. Siempre que mataba.

El tío Juan imitó a su amo echándose la escopeta de menor calibre y precisión al rostro, y esperó humildemente a que el conde disparase. Sólo en caso de fallar éste, dispararía él. Ya le había enterado a su señor con su larga experiencia de vida campestre que a los conejos y, sobre todo, a las liebres, hay que matarlos antes de que tengan tiempo de correr mucho, que si no se les endeña la sangre y, después, es peligroso comer sus carnes envenenadas. Pero el conde hacía oídos sordos a todo lo que procediese de un inferior social; no había nacido, en realidad, ni nacería nunca la persona que viniese a decirle a él qué tenía o no qué hacer y cómo y cuándo; seguir un consejo, hubiese representado para él someterse al criterio de una mente superior a la suya, algo a todas luces inaudito, el reconocimiento de su propia ineptitud, y... ¡eso nunca! Así pues, y siguiendo su dictatorial sentido crítico, el conde, en opinión del tío Juan, había dejado ya correr demasiado a la liebre, y su sangre estaría plagada por gran cantidad de toxinas venenosas; la carne ya no serviría para el alimento de seres humanos.

La liebre hendió la pequeña meseta y se deslizó por el raiguero abajo, con la segura rapidez de quien sabe hacia dónde se dirige; salió al descampado, y marchó como una bala hacia una isleta de pinos que brotaba destacadamente en medio del despoblado campo.

El conde disparó al comprender la maniobra evasiva del roedor; si lograba internarse en el tupido bosquecillo de pinos conseguiría un resguardo bastante seguro, una relativa salvación. El disparo no tuvo efecto alguno sobre la marcha del mamífero, antes bien, sirvió como acicate para que éste incrementara su marcha. Se elevó una diminuta estela de polvo blancuzco tras de la liebre. Nada más.

Disparó su segundo cartucho con el mismo resultado fallido, y una décima de segundo más tarde atronó el bramido de la vieja escopeta del tío Juan. La liebre hizo una especie de cabriola y pareció ir a caer, pero sin embargo continuó su carrera, aunque con mayor lentitud, hasta lograr perderse en el interior del prieto arbolado del bosquecillo de pinos.

-¡Le he dado, le he dado! -exclamó alborozado el prohombre, sumamente orgulloso de su gesta insignificante.

Todo había sucedido en un breve lapsus de tiempo.

El tío Juan le miró con el falso orgullo hacia las proezas ajenas que conllevan unos posibles beneficios para quien rodea al héroe. Cuando el conde hubo errado su segundo y último disparo, él hizo el suyo con cierta precipitación que le impidió afinar bien la puntería. Aun así, todo había salido a pedir de boca: el conde creía, o quería hacer creer que creía, que fue su cartucho el que hiriera a la pieza, y esto era todo lo que deseaba el tío Juan de aquellas circunstancias: permanecer siempre por debajo de su superior para no incurrir en su ira.

Las posteriores ojeadas que su amo le lanzó, hicieron comprender al labriego que le recriminaba por su acierto. Quizá, sin duda, hubiese preferido que la liebre escapase ilesa antes que verse humillado -según él, claro- por su sirviente. Si se cobraba la liebre se vería pronto que las postas pertenecían al menor calibre del arma del tío Juan. Pero eso no podía suceder: no podremos cobrar la pieza, pensaba el tío Juan, con buenas razones para creerlo así. Es imposible... Podía estar bien tranquilo.

-¡Llama al perro y vamos abajo! -ordenó el conde dejando en brazos de su subalterno el arma y echando a andar pendiente abajo.

El anciano rural sintió una punzada de aprensión.

-¡Pulgas, ven aquí!

El perro acudió con presteza subiendo la cuesta que hubo salvado yendo en persecución de la montaraz liebre. Pasó junto al noble, y trotó a las haldas del viejo hombrecillo en seguimiento del amo y señor de ambos.

-¡Señor, señor...! -casi imploraba el tío Juan al poco, tratando de dar alcance al conde. Sus peores temores parecían confirmados.

El blasonado personaje se revolvió casi con fiereza salvaje hacia el rostro perplejo del importuno paleto.

-¿¡Qué!? -repuso con sequedad suma.

-Señor, señor... ¿no irá usté a meterse en ese fosque, verdá? -interrogó ingenuamente el tío Juan, acercándosele tímidamente. Al perro de caza se le veía inquieto.

El conde entornó los ojos, llameantes de enojo por la exasperación que le producía aquel a quien consideraba un energúmeno. Qué majadero era el individuo al considerar a aquellos cuatro pinos un bosque.

-¿De quién es ese bosque? -le espetó en la cara al campesino como quien escupe al rostro de su enemigo.

-Suyo y muy suyo, señor Conde... Pero es que resulta que no se pué dentrar ai adentro.

-¡Cómo que no puedo entrar ahí!... ¡Yo entro donde me da la gana! -El aristócrata no estaba
dispuesto a transigir lo más mínimo. -Me gustaría saber quién es el guapo que me va a impedir
entrar.

-Es que... verá osté, señor Conde, ese fosque está visibilao -afirmó el campesino como si tal hecho no admitiese réplica alguna.

-¡Qué!...

-Sí, señor Conde. Que está henchizao, enfantasmao, y el que entra ai ya no vuelve a salir en jamás de los jamases pa insécula seculera. Toos los de por aquí lo saben de cierto que es asín. -La cosa no podía estar más clara.

El conde se sonrió. ¡Al fin! Ahora se le presentaba en bandeja de plata la oportunidad de demostrar su superioridad a este estúpido patán que siempre le andaba humillando, aunque fuera sin querer, con su conocimiento empírico del campo. Se enteraría.

-Aun así, yo voy a entrar a cobrar la maldita liebre -se expresó ahora calmosamente el conde.

El tío Juan se alarmó. Lo veía venir.

-¡No entre a por la liebre, señor Conde, que no va a poder salir!... Mire osté, que la prudencia no está reñía con el valor -refraneó sentencioso el simple como si fuese su vida la puesta en un mal trance-; que hoy semos y mañá no; y el conde honrao, la pata quebrá y en casa; que es mejor no menear el arroz manque se pegue; que tan presto se va el cordero como el carnero; no vaya usté a dir por lana y se venga trasquilao, o lo que es pior, que no se venga; que bien se está San Pedro en Roma, ya que...

-¡Calla ya con tus refranes y consejas de viejas y no me importunes más!... Si tanto miedo tienes, puedes quedarte aquí, a salvo, como los cobardes. Supersticioso del diablo... ¡Pulgas, vamos!, ¡ven aquí!

El perro rastreador dio unos tímidos pasos hacia el conde, pero se detuvo repentinamente y tornó a cobijarse entre las piernas del rústico anciano.

-¡Ah, conque tú tampoco quieres venir!... Te han contagiado la cobardía...¡Pues bien!, está bien; iré solo.

Sin más se encaminó derechamente hacia el sotobosque, portando su moderna carabina bajo el brazo, vuelta a coger de manos del tío Juan, el cual hacía un último y desesperado intento para disuadir a su señor de realizar tal acto de locura, tamaña temeridad como era la de penetrar en el menguado bosquecillo.

-Señor... -rogaba el senil-, que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena; vea que el que la lleva la entiende y el que la sabe la tañe, que...

El conde se volvió y le gritó al tío Juan haciéndose bocina con la mano junto a la boca:

-No se preocupe, tío Juan, que esto... más que un bosque es un bosquejo.

Satisfecho se sonrió para sí mismo de su ingenioso humor, a sabiendas de que el hombre de
campo carecía de sentido del humor. Este continuó instando a sus amo para que cejase en su
descabellado empeño, pero ya el conde había alcanzado las estribaciones del soto, probablemente dejando de oírle.

Quien necio es en su villa, necio es en Castilla, se dijo el tío Juan viéndole entrar en el tupido seto y perderse su figura estirada por entre los árboles y la espesa maleza que crecía profusamente por todo el terreno arbolado.
* * *
La primera impresión que recibió el osado conde fue la de inmensa profundidad; mostrábanse tan prietos los pinos carrasqueños, que resultaba de todo punto imposible vislumbrar al través de los troncos el páramo que, sin duda alguna, se extendía tras de ellos. Después de salvar los abundosos matorrales de la periferia del bosque, donde se mezclaban la jara y el tomillo, el lentisco y el romero, el junco y el madroño, la coscoja y el tojo, y diversos otros tipos de plantas propias de diferentes biotopos, la mayoría opuestos, los pinos, sólo los pinos; estaban tan juntos, que le resultaba difícil al noble cazador moverse con comodidad.

Esto es más grande de lo que parece desde fuera. Sólo con la madera de estos pinos tengo aquí una verdadera fortuna. Me reportará unos pingües beneficios su venta. ¡Y todo estaba aquí..., olvidado, dejado de la mano de Dios!

Se había desentendido totalmente de la pieza que entrara a cobrar, absorto en el cálculo de la
recién descubierta riqueza maderera que se le mostraba magnificente a sus ojos asombrados. No se escuchaba ni el gorjeo de los pájaros ni el rumor del viento entre los árboles; arriba, las copas se extendían a lo ancho, oscureciendo el seno del bosque. Pero el conde no reparaba en estos nimios detalles, y de haberlo hecho, no les hubiese concedido ninguna importancia; su carácter se habría impuesto.

Así que continuó recorriendo tranquilamente aquel aparentemente pequeño bosque de nada,
aquella isla nemorosa de escasa extensión naúfraga en la inmensidad del páramo desértico ibero.

Sus cuentas aumentaban el beneficio a medida que sus pasos progresaban por el terreno boscoso.

Tardó, pero al fin cayó en la cuenta. Aquí hay algo raro; esto no es normal. Una punzada de aprensión le hizo detenerse. Se volvió hacia el lugar por donde entrara: árboles y más árboles. Sólo troncos resinosos a todo lo que le permitía alcanzar la vista. Y maleza, mucha maleza. Incluso le parecía que no era tanta cuando él entraba. Esto no puede ser; no es posible. Él juraría que sólo había caminado una veintena de pasos por el interior del soto, no obstante, el páramo desnudo le parecía tan remoto como el lado opuesto de la Tierra. Aquello no era lógico, qué diablos. ¡Dios mío!...

Apresuradamente y con el corazón encogido de temor, regresó sobre sus pasos... Era dificultoso sin embargo el regreso: la abundante espesura se lo dificultaba. Se veía obligado a dar grandes rodeos para sortear los grandes matorrales que parecían avanzar y crecer, como adueñándose de todo el espacio disponible. Al cabo de un largo rato, continuaba sin vislumbrar claridad libre de arbolado.

No puede ser. Si ya llevo andando más... andado más camino del que hice para entrar. Y estos pinos no parecen ir a acabarse nunca... ¿Qué pasa aquí?...

Corrió, corrió cada vez a más y mayor velocidad, a pesar de su pánico creciente. En un topetazo, un encontronazo con el tronco de un pinato perdió la carabina, pero siguió corriendo, torpemente debido a la estrechez dejada por los árboles, haciendo caso omiso de la pérdida del arma. Se le sucedían los troncos en monótona secuencia pero nunca se distinguía la luz del espacio abierto anhelado; parecía estar oscureciendo paulatina y lentamente dentro del soto... aunque ¡sólo eran las ocho y media de la mañana!... fuera. Eso era fuera. Aquel era otro mundo. Ahora lo veía. Los desconchados troncos de los pinos se alargaban al infinito en altura, alejándose sus copas de la visión del hombre.

Sin cesar de correr, el conde comenzó a gritar histéricamente... mientras el verdor se expandía como la clara de huevo, anegándolo todo, invirtiendo claustrofóbicamente la realidad de un espacio abierto por la lobreguez de un sótano subterrenal de aire húmedo y frío.
* * *
Fuera, el tío Juan creyó percibir unos gritos de socorro, pero esta sensación sólo duró un momento; luego, nada. Lo achacó a un desvarío de su imaginación.

Miró al temeroso perro, acurrucado a sus pies, que, como él, mantenía la vista fija en el grupo de árboles cercanos.

-Hala, vámonos, Pulgas; que aquí ya no tenemos namás que hacer. El Señor tenga misericordia de su alma -dijo. Y persinándose, dio la espalda al bosquecillo, seguido de cerca por el perro, ahora ya más alegre.

Cuando se perdía la figura del tío Juan al otro lado de la loma, en dirección al gran caserío...
propiedad del ex conde, unos matorrales del borde de la isleta arbolada se agitaron. Con un ágil brinco, una liebre surtió al terreno despejado, y, luego de unas miradas asustadas en semicírculo, trotó con vigor inusitado, perdiéndose su grácil forma en la extensa llanura castellana árida y semidesértica. De haberla podido ver el tío Juan, habría jurado sobre la Santa Biblia que se trataba de la misma liebre que él hirió con su escopeta.

FIN
*

Obra de José Ruiz DelAm0r
Cuento incluido en el volumen UN BOSQUE FANTÁSTICO, finalista del I Certamen de Relatos Cortos Bosque de Cebrián, 2008

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viernes, 28 de octubre de 2011

CHEPELE

¿CHE PELE?
(origen de un apodo)
*
Ellos ni tienen dinero
Aunque trabajan en bancos,
Giran al día muchas letras
Y abren cuentas a diario.
Los párvulos
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-¿Che pele?
-Pasa, pasa –concedió como siempre casi riendo la maestra al niño que aguardaba junto a la puerta entreabierta del aula, la cartera colegial en la mano derecha, hasta obtener permiso para franquear la entrada al aula -…, y ven aquí-. El chiquillo se aproxima con nerviosismo de culpabilidad-.
Vamos a ver, Juanito… ¿Cómo te llamas?
-Juanito…
-El nombre completo. Eso ya lo he dicho yo.
Risas de los alumnos, que le dan fuerza al motivo de ellas.
-¡Chiss…! Niños, silencio.
-Juan Fernández García, para servir a Dios y a usted –se extirpó de la garganta sin titubeos el niño.
-Bien. Y si puedes decir bien tu nombre ¿por qué no eres capaz de decir “se puede” en vez de “che pele”?... Venga, esfuérzate, di se puede.
-Se… se pue-de… -logró pronunciar el chiquillo con visible esfuerzo sobrehumano.
-Muy bien, Juanito… A ver si no se te olvida. Siéntate, anda.
Mientras Juanito toma asiento entre las risas ahogadas de sus colegas, la profesora comienza la clase de parvulario.
-Bien, niños; hoy vamos a estudiar la letra “ele”. Abrir la cartilla por la página que lleva dibujada un lápiz.
Y al poco, el incidente con Juanito queda una vez más olvidado por todos. Salvo quizá por Juanito.
***
Ha pasado algún tiempo y Juanito llega tarde de nuevo, algo bastante habitual en todos los niños normales. Tras tocar suave la madera con sus menudos nudillos, abre la puerta, dejándola entornada, y pasa al interior del aula, al umbral.
-¿Che pele?
-¡Pero… Juanito!... Yo creía que ya sabías decir “se puede” y que no volverías a hablar tan mal… Pasa, pasa; no tienes remedio.
La señorita se sentía desalentada ante tan insólito caso sintáctico.
Los compañeros de aula de Juanito le gastaban bromas inocentes, burlándose de su frase de permiso con el simple acto de remedarla, y le apodaron como “el Chepele”, sobrenombre que arrastraría durante el resto de sus días el muchacho.
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Finalizaba el año escolar, cuando un buen día en que Juanito llegaba tarde, cosa corriente en él, sorprendió a maestra y alumnado, colegas suyos. Con clara voz y timble correcto, como si lo dijese bien de toda la vida, dijo:
-¿Señorita, se puede?
Con gran contento inicial para la maestra, nunca más se volvió a escuchar la confusa frase habitual en los labios de Juanito.
Desde aquel día, la señorita, la “seño”, siente que le han quitado algo a su clase de parvulario.
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Obra de José Ruiz DelAmor
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jueves, 13 de octubre de 2011

NEPTUNO

NEPTUNO

El dios Neptuno, rey del mar, siempre tiene puestas sus barbas a remojar; escribe cartas de amor a las sirenas con tinta de calamar, que envía por correo aéreo que llevan peces voladores a su destino de ultramar; trabaja en una forja marina al calor de un volcán submarino, donde utiliza al pez martillo para reparar su oxidado tridente y su corona de latón abollada; practica esgrima con los peces espada para desanquilosar sus músculos y hace equitación sobre caballitos de mar, a los cuales repone luego gratis las herraduras perdidas en las largas cabalgadas; pero, sobre todo, lo que más le gusta, es nadar: chapotear como un elefante marino y formar olas gigantescas como un cachalote; bebe leche de ballena y sorbe polos del Ártico, por el verano; por la noche arroja al cielo vespertino estrellas de mar, que previamente ha impregnado con la lava del volcán de un atolón polinesio, sólo por verlas brillar en los cielos; y luego se arropa para dormir en su manta raya eléctrica en el fondo de la fosa abisal de Las Marianas sobre un lecho de algas marinas.
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Obra de José Ruiz DelAmor
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viernes, 7 de octubre de 2011

GREGUERÍAS (1997)

GREGUERIAS (1997)

Al diseñar su hilado, alguna que otra araña se inspiró en las momias egipcias.

En cada lechuga se ocultan cuatro perdices.

La constante liza que enfrenta a las agujas de tricotar es la forma de luchar más constructiva que se conoce.

Los huevos abren siempre tarde sus paracaídas.

El buitre es un aplicado estudiante de anatomía.

El avión carece de inteligencia, de ahí su nombre.

El extintor echa espuma por la boca, babeando de gusto ante la vista del fuego.

Se hace un hato con los libros de texto para que no se les caiga sus conocimientos.

Los zorros están hechos unos ídem.

La interesada hora se casó con el oro alegando analfabetismo.

Las bellotas inventaron la moda del sombrero.

Las mujeres sobre todo han de mostrarse particularmente precavidas con los carteristas; estos no dejan de meterte mano.

Al elefante se le cae el moco.

Cuando se habla con el corazón la razón siempre está con nosotros.

Los árboles con nidos tienen la cabeza a pájaros.

Lo que más le molesta al ojal es que el botón le meta el dedo en el ojo.

Los callos han de sufrirse en silencio: calladamente.

La ira es un estado emocional imposible de mantener por mucho tiempo: se nos irá pronto.

Si el canto nos sale del alma, es obvio que los mudos carecen de ella.

El pintor que alcanza la fama no puede negar que logró el éxito por los pelos.

Los dedos escarban en nuestra cabeza buscando ideas.

La luna en cuarto menguante es una oblea de comunión mordida, o sea, la hostia.

La caja de caudales es una hucha con cinturón de castidad.

La enfermedad que más teme el elefante es la del moquillo.

Coche: metátesis consonante de choque.

Es curioso cómo las historias más largas que se cuentan son aquéllas a las que les falta el final.

El bolígrafo se desangra en su trabajo.

El volcán es un ezcema en la piel de la Tierra.

El lobo practica la operación quirúrgica conocida como lobotomía.

Cacofonía: robar por teléfono.

La mayor locura que puede cometer un loco es la de mostrarse cuerdo.

El reloj gira y gira, andando en círculos, en el desierto del tiempo.

El hacha está hecho un tal.

La avispa es una rara avis.

El plato es el escenario en el cual se desarrolla el espectáculo de la gula; si vacío, un plató del hambre.

El agua es ducha en limpieza.

Al cocodrilo no le gusta que le coman el coco.

El dogal es sólo para los perros dogos.

La corbata nos arroja los brazos al cuello como si fuese una amante de lujo.

Todos quienes le conocieron coinciden: el médico más severo habido fue Ochoa.

El sol sólo tiene un tono.

La lentilla mira las cosas despacio.

Tras unirse en matrimonio el búho y la ardilla ambos estuvieron de acuerdo en que su hogar más apropiado sería una buhardilla.

El caco se protege las manos con guante para preservar sus herramientas de trabajo.

El tenor canta a pleno pulmón y el pájaro a pleno plumón.

Un bebé es un adorno que se colocan las mujeres en sus brazos.

¿Quién está hecho un pájaro?... Naturalmente, un ídem.

El enojo se denota sobre todo en la mirada: en-ojo.

Cuando el arco sufre arcadas es cuando vomita flechas.

La cirujía más de moda siempre será la costura.

El libro siempre se muestra dispuesto a enseñarnos su entrepierna.

La Q lleva el cigarrillo apagado.

Calvicie: deforestación capilar.

El puntero es un chivato.

Los desiertos estuvieron tan transitados que acabaron hechos polvo.

La guitarra se desmelena cuando se le rompe una cuerda.

El tarro tiene comida la cabeza.

A la luz le da miedo la oscuridad.

Era un loco que lo estaba tanto que incluso podía pasar por cuerdo.

La hembra del pez conocido como mújol es la mújel.

La D anda buscando su flecha.

El kiwi es una fruta con toda la barba.

El hombre es el único animal que anda a dos patas con dos patillas.

El océano no es más que una gran gota de agua salada.

El globo no particulariza nada, lo observa todo desde un punto de vista global.

El útero es un pozo lleno de gozo.

Las flores sí que se gastan una pasta gansa en perfume.

Los túneles son los agujeros negros de la carretera.

Los mejores arcones son los arcanos.

El sombrero es a la cabeza lo que el calzoncillo al sexo: cubre la escasez.

¿Cuál es la exclamación habitual del buscador de perlas?... ¡Ostras!

Lo que más les molesta a las puertas es que les hurguen con la llave en el ojo de la cerradura.

La razón de que la televisión enganche a la gente es que se la meten por los ojos.

La Gorgona fue una genial escultora.

Quienes se cubren la cabeza con la manta para dormir, protejen la intimidad de sus sueños.

La letra K lo pone todo en duda.

La sirena es la única fémina que se siente como pez en el agua.

Los cuadros pierden la cabeza por las paredes.

Como en el trabajo, en el ajedrez, el primer sacrificado siempre es el peón.

Los borrachos fueron deportistas: aún siguen tratando de conseguir la copa.

El peine intenta hacerse con una cabellera propia robando unos pocos cabellos en cada cepillado.

A los espermatozoides les encanta la espeleología.

La A se despatarra porque se trata de una vocal abierta.

Las patatas acaban grilladas con el tiempo.

Aquel novio se vio en la imposibilidad de poder pedir la mano de la joven que amaba al padre de ella: era manca.

El bolígrafo guarda su pene y cierra su bragueta cuando deja de joder al papel.

La tierra abonada tiene un pase.

Las patatas fritas están hartas de que siempre les toquen los huevos.

A los futbolistas no se les pueden reprochar sus meteduras de pata.

Los caballos son unos animales ligeros de cascos.

La limonada no es capaz de ver la viga en el ojo ajeno, pero sí la paja en el propio.

Cuando nos alimentamos cometemos un asesinato: matamos el hambre.

La Gorgona era una escultora tan excepcional, que con sólo un vistazo se quedaba con el modelo.

La única manera de que dos personas hablen sin tapujos es hacerlo desnudos.

La trompetilla es la hija con síndrome de Down de la trompeta.

El vigía se hace encaje con la mano para afinar la mirada.

La G es una letra fósil.

Lo que más le preocupa a un director de cine es que le corten el rollo.

Los Bancos son guarderías monetarias.

El mate, típica infusión argentina, se sirve al final de la partida de ajedrez.

El perchero es un tendedero de ropa seca.

El diván del lápiz es la oreja.

La mecedora duda entre avanzar o recular.

La gaita nos muestra el principio de la ventriloquía, canta con el estómago.

En el bosque, el primer árbol con el que uno se encuentra es el haya.

El deporte del water polo hace agua por todos lados.

El palmo lo inventó una mano muerta.

El frío se nos mete dentro del cuerpo, claro, para calentarse.

Los esquíes son arados de nieve.

Al tabaco, tarde o temprano acaban por bajársele los humos.

La sirena necesita una enorme cola para quedar satisfecha.

Pene: río de leches subterráneas que tiene su desembocadura en el útero.

La flecha es tímida: oculta la cabeza en el carcaj.

Los espejos de feria nos muestran espejismos de posibilidades físicas.

Al indígena americano no parecía importarle que se le viese el plumero.

El melocotón perdió su maquinilla de afeitar.

La verdura más estúpida es la calabaza.

La W es la M patas arriba.

El sonámbulo es un inconsciente.

El muelle es un retorcido.

El puntero es un acusica.
La inflación en España es tanta que ya es correcto escribirla con dos "ces"; en un futuro próximo hasta se podrá escribir con "h".
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Obra de José Ruiz DelAmor
Publicado en
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miércoles, 5 de octubre de 2011

LOS TOROS Y EL LEÓN

LOS TOROS Y EL LEÓN

(fábula)

Tres toros bravos marchaban siempre juntos para mejor defenderse contra los peligros y amenazas de otros animales cazadores. Uno era de piel blanca, el otro la tenía de color rojo y el tercero la lucía de negro. Los tres unidos por todas partes campaban seguros de sus fuerzas, pues las aunaban.
Un día vieron acercarse hasta ellos a un león y enseguida cerraron filas en estrecha formación.
Mas el león no mostró ninguna animadversión en la voz con que tranquilamente les habló:
-Nada teman de mí los señores toros,
Que el motivo de mi visita es amistosa,
Pues no me trae aquí sino otra cosa
Que la de que nos unamos juntos todos.
Si yo me uno a ustedes y vosotros a mí,
Ustedes podrán pastar la hierba sin ningún miedo
Mientras a su alrededor yo vigilándoles quedo;
No tendrá que estar uno de ustedes haciéndolo así.
El toro blanco era el más receloso y por eso aún más indagó:
-¿Qué ganas tú, león,
Con esta proposición?
El león no lo pensó y la respuesta pareció cierta:
-También yo me sentiré más protegido
Cuando llegue la oscuridad, mis amigos;
Hay muchos leopardos y tigres furtivos
Que me consideran como su enemigo.
Ustedes me pueden ofrecer protección
Como a ustedes también se la ofrezco yo.
En tanto los toros debatían el asunto entre ellos, el león se echó sobre la hierba y su frescor.
-Me parece que es sincero –dijo el toro rojo.
-Recelemos de él primero –opuso el toro blanco.
-Con nosotros no lo quiero –rechazó el toro negro.
Pero a lo largo del debate se fueron cambiando posturas y acabaron por consenso en aceptar la locura y creer en la posibilidad de que con ellos el león pudiera medrar.
-Bien, te concedemos el beneficio de la duda
Y estamos de acuerdo en aceptar tu propuesta,
León; tu lealtad se verá cuandos nos acuda
Un peligro o una amenaza desde la foresta.
El toro rojo hizo de portavoz, inclinado desde el principio a favor del león.
Y así, en los subsiguientes días, el león y los tres toros compartieron sus destinos, mostrándose pronto el felino como un socio inmejorable para asegurar la supervivencia de los miembros del grupo.
Un buen día el león departió aparte con el toro rojo en los siguientes términos:
-¿Te diste cuenta, amigo,
De que el blanco toro
Representa un peligro
Para todos nosotros?
-¿Y cómo es eso, león?
-Escucha mi explicación:
De día, en la sabana, su color blanco se destaca mucho, viéndose a gran distancia como una bandera blanca, y cuando llega la noche igualmente se le divisa como si fuera la luna brillando en la oscuridad.
-Creo que tienes toda la razón,
Pero ¿cuál sería la solución?
-Echarle de nuestra asociación.
-Es fácil que él nos diga que no
Y se niegue a dejarnos; mejor
Será si le damos muerte, león,
Sin que sepa nada de la cuestión.
Sacó pecho el león:
-Para eso está aquí un servidor.
Pero antes conviene convencer también
Al toro negro, para que esté de acuerdo
Y sepa que es para nosotros en bien;
Con todos en consenso, yo voy y le muerdo.
El toro rojo convino también en que era lo más adecuado informar al toro negro de la resolución tomada por ellos dos, y si el león solo se bastó para convencer a un toro sobre qué era lo mejor para el grupo, cómo entre los dos no iban a convencer a otro solo; a pesar de sus plañideros reparos, el toro negro fue convencido de la necesidad de librarse del toro de color blanco.
Exentos así el toro negro y el toro rojo del acto ejecutor, recayendo el hecho abominable sobre las espaldas del sufrido león, se mantuvieron aparte mientras se realizaba la eliminación del toro con color delator.
El león, así pues, dio buena cuenta de la vida del toro blanco al no encontrar ninguna oposición en una víctima confiada y desprevenida, que no esperaba tan artero ataque por parte de quien consederaba amigo. Cuando sólo restaron los huesos mondos y lirondos al cadáver del toro albo, inmolado en aras de la seguridad del grupo, los ahora sólo tres amigos continuaron con su camino y con su vida habitual en total armonía y hermandad.
Aunque desde el día en que se les uniera el león no volvieron a correr ningún peligro por el ataque de algún depredador, los toros convenían en que ahora parecían sentirse más seguros.
No obstante, bien que pasaron unos días, el león tornó a buscar la compañía en solitario del toro rojo sosteniendo con él una nueva conversación al respecto de la seguridad del grupo.
-Estoy preocupado.
-Sí, ya lo he notado,
Pero no sé la razón
De tu gran preocupación.
-La razón por la que no me alegro
Es porque nuestra vida está en peligro
Por la sola culpa del toro negro;
Con todo mi pesar lo atestiguo.
Le sorprendió al toro rojo tamaña revelación, creyendo como bien creía que con la supresión del toro blanco se hallaba cerrada la cuestión.
Así que preguntó con un temblor en la voz:
-¿Y cómo es la cosa así,
Que nada de nada yo sentí?
Contestó el león sin ninguna emoción:
-¿No os habéis fijado por ventura
Que si bien el toro negro se oculta
Perfectamente en la hora nocturna
Y en la profundidad de la espesura,
Cuando el día a la noche turna
El fuerte color de su piel oscura
Hace que el enemigo nos descubra
De una manera harto fácil y segura?
Os tenía por bestia instruida y culta
Que piensa con claridad y elucubra.
La evidencia de lo expuesto dejó al toro transido y traspuesto. Con tan colorido argumento el león acabó nuevamente por convencer al toro rojo de que la seguridad del grupo dependía de la eliminación del toro negro delator a su pesar de la presencia de todos.
Y nuevamente, claro, la mano ejecutora de la horrenda acción, en este caso, boca, sería la del león, viéndose el toro rojo libre del ejercicio de suprimir la vida de un congénere.
Así, el toro rojo se apartó lejos mientras el león daba cuenta del cuerpo sabroso del toro negro, no llegándole quizá hasta donde estaba ni los rugidos del león al cercenarle el cuello al toro negro.
Dada cuenta por parte del león del la totalidad de las carnes del toro negro, éste y el toro rojo prosiguieron su marcha en santa paz, secándose los huesos del toro negro al sol de África tras terminar de ser mondados por los buitres y los grajos
Transcurridos unos días el león se dirigió al toro rojo con la gravedad que el momento requería:
-Ahora sí me siento seguro.
Estuvo de acuerdo el toro rojo:
-Lo prueba que no pasamos apuro
Alguno desde que estamos solos;
La culpa era de los otros toros.
El león negó con la cabeza y aclaró la confusión:
-Amigo mío, no me refería a eso,
Sino a que te la he dado con queso:
Cuando os vi a los tres por el prado,
Unidos cual amigos, juntos en rebaño,
Me pareció un trabajo muy esforzado
Tratar de ocasionaros el menor daño,
Pues vi que vuestra unión era tan fuerte
Que evitaría que fueseis el almuerzo
De cualquier animal. Así pues, mastuerzo,
Me dije: Haz que cambie esta tal suerte,
Y me uní a vosotros como vuestro amigo
Para comeros; siempre fui el enemigo.
Contra tres toros a la vez no podía,
Pero de uno en uno la victoria es mía.
Y a continuación, con un rugido le atacó.
La moraleja de esta fábula que me refirió un amigo marroquí de Kenifra, y que él atribuyó a su abuelo, es clara y evidente, el viejo axioma de divide y vencerás, pero asímismo y para el caso puede valer:
La desunión de un grupo como empresa
convertirá a cada miembro en tu presa.
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Obra de José Ruiz DelAmor
Versión basada en un cuento popular marroquí
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domingo, 2 de octubre de 2011

PHI

PHI


16183398874989484824

(El quid de este microrrelato es construir una frase usando el valor de phi y adjudicando a las palabras el número de letras de su númeración correlativa.)


Y cuando a vosotros dos vea separados, entonces supondré difícil, duro, conseguir conectar, triunfar para socorrer todo elemento de vida.

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Obra de José Ruiz DelAmor
Microrrelato
Publicado en... (ya me acordaré)
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