LA BALSA
Para Albert Einstein, en apoyo
A su teoría sobre la relatividad
Lo que creo veo
Según tengo entendido y creo, el año era o fue 1966, pero dejémoslo dada mi
inseguridad manifiesta en un año cualquiera de la decada de los 60. Acababa de
amanecer setiembre, época de migración de los parias, y, como las aves ante el frío, los
desposeídos de la piel de toro, los últimos en el ranquin profesional español, los
trabajadores u obreros eventuales sin cualificar, sobre todo rurales, embestían la frontera
del norte rico, irrumpiendo con sus penas en la maleta y su hambre en el estómago y en
el corazón, su bota de vino barato al hombro junto a su guitarra, y su chusco de pan
duro bajo el brazo: a la Europa. Se cruzarán en su camino con las aves migratorias que
vienen a sentar plaza a las tierras que ellos dejan, para en gran parte ser cazadas por
caballeros de renombre y alcurnia blasónica. En el éxodo, arrastra tal evento a pueblos
enteros, principalmente de la geografía sur de España, con gran contento para los
dirigentes de la red de ferrocarriles del estado, monopolio, que veían, ven y verán, cómo
setiembre y octubre, ida y vuelta de estos desharrapados, se convierten en verdaderos
agostos para su negocio, justificándose así a las claras la Ley de la Relatividad de Albert
Einstein.
Sentado cómodamente sobre uno de los bancos de unos de los departamentos de uno
de los vagones, de uno de los cuatro vagones considerados como de segunda, y
realidad, última categoría, Juan del Soto, calasparreño para más señas, se sentía
exultante y amenguado al mismo tiempo ante la inmensidad y magnitud de los paisajes
y ciudades desconocidos que se le mostraban… (¡Pues no era grande este mundo ni
nada, rediós!...)
Juan del Soto, Nico para los amigos, jamás vislumbró otros horizontes lejanos que no
fuesen los de su Calasparra natalicia; quedó exento del servicio militar por exceso de
cupo, que por causa de minusvalía física, nunca gozó de la oportunidad ni la necesidad
de despedirse de su tierra; ni tan siquiera a los pueblos vecinos visitó: ni estuvo en la
altiva Caravaca de la Cruz, tierra de dos religiones, ni fue a la rica Cehegín, pueblo de
viejos blasones, ni visitó la humilde Moratalla, villa de belleza callada. Entre la siega
del esparto y el cuidado del par de fanegas de tierra, herencia familiar, había
transcurrido su vida sin sobresaltos ni agitaciones, hasta ahora, en el meridiano de su
andadura vital.
En fin, a Nico, de Juanico, todo le parecía nuevo y maravilloso visto al través de los
cristales de su departamento que compartía con, aparte de gran número de bultos
acordalados y maletas de madera cascarrada, varios hombres, mujeres y niños, todos de
su pueblo o convecinos; todos oliendo a tierra y sudor entremezclados…, los niños con
zapatillas clocas. Excepto él, todos dormían a pierna suelta, o encogida, dada la falta de
espacio del compartimento. Era de noche, ¡pero había tanto que ver!... Retenía…,
intentaba conservar en la memoria cada nombre de los pueblos por los cuales pasaba o
estacionaba el tren: Cieza, Jumilla, Villena, Onteniente, Albaida, Játiva, Carcagente,
Alcira…
Fue poco antes de alcanzar a ver la ciudad de Valencia, capital del reino, la de las
fallas y ninots. Había quedado atrás La Albufera, que Nico no vio a causa de las
sombras que arropaban aún al alba. Ahora, ya despuntaba el sol, naciendo del mar, de su
diario baño nocturno. Por entre el follaje de los árboles y las almenas de los caseríos
entre naranjos, se asomaba tímidamente el Mar Mediterráneo a retazos. Nico no podía
descubrir gran cosa de éste, salvo una larga franja lisa y brillante, retijante merced al sol
que chapoteaba entre las olas de faralá burbujeantes.
Al principio creyó que aquello era un río. Un río grande, muy grande, eso sí; el más
grande que había visto en su vida; pero conforme la vía férrea se aproximaba más a la
costa y pudo calibrar las relativas enormes dimensiones del regajo de agua, se definió en
su mente qué cosa fuera aquella.
Dio un codazo bastante desconsiderado y descortés en las costillas de su más cercano
acompañante, que tuvo la virtud de despejar por completo a aquél, e indicándole con
una cabezada el azul de fondo de la ventanilla del compartimento, exclamó soliviantado
por la emoción y cómplice, pues necesitaba compartir con alguien su reciente
descubrimiento:
-¡Pos no tiene que tener pasta ni nada el tío que se ha hecho la balsa esa tan grande,
tú! (sic).
Para Albert Einstein, en apoyo
A su teoría sobre la relatividad
Lo que creo veo
Según tengo entendido y creo, el año era o fue 1966, pero dejémoslo dada mi
inseguridad manifiesta en un año cualquiera de la decada de los 60. Acababa de
amanecer setiembre, época de migración de los parias, y, como las aves ante el frío, los
desposeídos de la piel de toro, los últimos en el ranquin profesional español, los
trabajadores u obreros eventuales sin cualificar, sobre todo rurales, embestían la frontera
del norte rico, irrumpiendo con sus penas en la maleta y su hambre en el estómago y en
el corazón, su bota de vino barato al hombro junto a su guitarra, y su chusco de pan
duro bajo el brazo: a la Europa. Se cruzarán en su camino con las aves migratorias que
vienen a sentar plaza a las tierras que ellos dejan, para en gran parte ser cazadas por
caballeros de renombre y alcurnia blasónica. En el éxodo, arrastra tal evento a pueblos
enteros, principalmente de la geografía sur de España, con gran contento para los
dirigentes de la red de ferrocarriles del estado, monopolio, que veían, ven y verán, cómo
setiembre y octubre, ida y vuelta de estos desharrapados, se convierten en verdaderos
agostos para su negocio, justificándose así a las claras la Ley de la Relatividad de Albert
Einstein.
Sentado cómodamente sobre uno de los bancos de unos de los departamentos de uno
de los vagones, de uno de los cuatro vagones considerados como de segunda, y
realidad, última categoría, Juan del Soto, calasparreño para más señas, se sentía
exultante y amenguado al mismo tiempo ante la inmensidad y magnitud de los paisajes
y ciudades desconocidos que se le mostraban… (¡Pues no era grande este mundo ni
nada, rediós!...)
Juan del Soto, Nico para los amigos, jamás vislumbró otros horizontes lejanos que no
fuesen los de su Calasparra natalicia; quedó exento del servicio militar por exceso de
cupo, que por causa de minusvalía física, nunca gozó de la oportunidad ni la necesidad
de despedirse de su tierra; ni tan siquiera a los pueblos vecinos visitó: ni estuvo en la
altiva Caravaca de la Cruz, tierra de dos religiones, ni fue a la rica Cehegín, pueblo de
viejos blasones, ni visitó la humilde Moratalla, villa de belleza callada. Entre la siega
del esparto y el cuidado del par de fanegas de tierra, herencia familiar, había
transcurrido su vida sin sobresaltos ni agitaciones, hasta ahora, en el meridiano de su
andadura vital.
En fin, a Nico, de Juanico, todo le parecía nuevo y maravilloso visto al través de los
cristales de su departamento que compartía con, aparte de gran número de bultos
acordalados y maletas de madera cascarrada, varios hombres, mujeres y niños, todos de
su pueblo o convecinos; todos oliendo a tierra y sudor entremezclados…, los niños con
zapatillas clocas. Excepto él, todos dormían a pierna suelta, o encogida, dada la falta de
espacio del compartimento. Era de noche, ¡pero había tanto que ver!... Retenía…,
intentaba conservar en la memoria cada nombre de los pueblos por los cuales pasaba o
estacionaba el tren: Cieza, Jumilla, Villena, Onteniente, Albaida, Játiva, Carcagente,
Alcira…
Fue poco antes de alcanzar a ver la ciudad de Valencia, capital del reino, la de las
fallas y ninots. Había quedado atrás La Albufera, que Nico no vio a causa de las
sombras que arropaban aún al alba. Ahora, ya despuntaba el sol, naciendo del mar, de su
diario baño nocturno. Por entre el follaje de los árboles y las almenas de los caseríos
entre naranjos, se asomaba tímidamente el Mar Mediterráneo a retazos. Nico no podía
descubrir gran cosa de éste, salvo una larga franja lisa y brillante, retijante merced al sol
que chapoteaba entre las olas de faralá burbujeantes.
Al principio creyó que aquello era un río. Un río grande, muy grande, eso sí; el más
grande que había visto en su vida; pero conforme la vía férrea se aproximaba más a la
costa y pudo calibrar las relativas enormes dimensiones del regajo de agua, se definió en
su mente qué cosa fuera aquella.
Dio un codazo bastante desconsiderado y descortés en las costillas de su más cercano
acompañante, que tuvo la virtud de despejar por completo a aquél, e indicándole con
una cabezada el azul de fondo de la ventanilla del compartimento, exclamó soliviantado
por la emoción y cómplice, pues necesitaba compartir con alguien su reciente
descubrimiento:
-¡Pos no tiene que tener pasta ni nada el tío que se ha hecho la balsa esa tan grande,
tú! (sic).
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Obra de José Ruiz DelAmor
De "Cuentos Costumbristas Murcianos"
Publicado en alguna página de Internet que no recuerdo
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