martes, 26 de julio de 2011

EL SALTO

EL SALTO





Corre, corre, caballito,

corre por la carretera...





Tan sólo hacía una hora que se habían clausurado las fiestas locales de la pequeña población

montañesa. Toda la masa pobladora masculina, menores de edad aparte, se encontraba en el interior

del único salón de la ciudad buscando retrasar el cierre de la diversión; nadie deseaba volver al día

siguiente a la monotonía de la rutina diaria laboral. En el salón estaban siendo festejados por medio

de calurosas felicitaciones y brindis, acompañado todo ello por alguna que otra invitación,

unilateral o recíproca, a los vencedores en los diferentes concursos celebrados, alma y corazón de

las fiestas: tiro al blanco con carabina, carrera de caballos de media milla alrededor del pueblo con

la eliminación del último participante en traspasar la línea de meta a cada vuelta, lanzamiento de

piedra, salto de longitud con caballo, partición de troncos, etc...

De todos los héroes efímeros, ya que su fama se extinguiría en escasos días, serían olvidados, el

más celebrado y felicitado, no tanto por él mismo en sí, sino por su montura, era el ganador de

todos los concursos destinados a probar la habilidad de jinetes y cabalgaduras. Él había vencido en

la carrera de caballos, en el salto de longitud, en el salto de vallas... Era un forastero. Y, como era

lógico, estaba exultante de orgullo por sus victorias, no tanto por la cuantía de los premios


monetarios, más bien parca, como por la fama y gloria de que podía hacer gala con todo derecho;

su engreimiento estaba siendo exacerbado por la adulación admirativa de que era objeto.

-¡Vaya caballo el suyo, amigo; jamás había visto nada igual en toda mi vida!

-¡Y el jinete, que tampoco es manco!

Todos le dirigían comentarios por el estilo, palmeando las anchas espaldas del triunfador,

buscando un acercamiento momentáneo a la gloria.

-¡Cómo saltaba el caballo de usted, señor! ¡Qué alturas alcanzaba!

En medio de tanto elogio, alguien hizo un punto de inflexión al apuntar:

-Claro, que no creo que pudiese saltar el Barranco del Muerto. No, eso sí que no.

A pesar de ser emitida esta opinión particular en pleno barullo reinante, como quiera que fuese,

el jinete vencedor, el dueño del alazán ganador, lo oyó nítidamente.

-¿Qué es eso del Barranco del Muerto? -preguntó a los más próximos a él. Y ante tal pregunta,

paseándose la gravedad de unos a otros, todos los presentes en el salón acabaron enmudeciendo.

Un denso silencio se adueñó de toda la estancia, los más lejanos sin saber a qué era debido.

El forastero volvió a preguntar:

-¿Qué es eso del Barranco del Muerto?... ¿Quién ha dicho que mi caballo no es capaz de

saltarlo?...

Era harto difícil que nadie indicase con certeza la procedencia correcta de tal afirmante a no ser

que quien emitió la opinión se indentificase a sí mismo, pero cuando menos era cortesía obligada el

dar información cumplida del meollo principal del asunto. Uno trató de restarle importancia a la

cosa diciéndole a Calvin, que así se hacía llamar el forastero, nombre que todos conocían ya que

había sido repetido cada vez que le fuera otorgado un nuevo premio en los concursos ecuestres:

-No haga caso de esas palabras, se trata sólo de una leyenda de por aquí.

Pero el tal Calvin andaba dolido en su orgullo y no le satisfizo la explicación aunque sonara a

disculpa.

-Muy bien, cuéntemela -ordenó más que pidió el relato de la supuesta leyenda.

-Si no es nada -empezó a decir el anterior, un sexagenario bien trajeado, lo cual no indicaba su

verdadera posición, al ser obligada la mejor gala durante las fiestas-, una tonta leyenda..., un caso

que se dice que pasó por aquí hace muchos años. Yo nunca le he prestado el menor crédito. -Y

calló.

Pero Calvin esperaba la narración de la leyenda y, sólo con la mirada airada, conminó al anciano

a contarla.

-Bueno, se la contaré; aunque cualquiera de los presentes podría hacerlo, igual o mejor que yo.

Verá, se dice dque hace algunos años, nadie sabe cuántos, un indio arapahoe se hizo cabecilla de

una partida de renegados y se lanzó a robar, violar y exterminar a las familias de blancos asentadas

en territorios apartados. Tal fue la ferocidad en las fechorías de estos indios, pocos por cierto, que

se hizo necesaria la intervención del ejército, dada la incompetencia de los colonos para unirse y

acabar ellos mismos con los indios malones. Los soldados dieron buena cuenta de ellos en un lugar

próximo a nuestra ciudad, irrumpiendo en su refugio montañés y pasándolos todos a cuchillo,

mejor a sable, menos al cabecilla, que logró escapar saltando con su caballo entre dos montañas.

-¡Pero, hombre... -interrumpió otro objetando-: si no se trata de dos montañas! Es la misma

montaña, que tiene un corte ancho y profundo en todo lo alto de la cima.

-Bueno, para el caso lo mismo da -volvió a retomar la palabra el primero-. La cuestión es que el

indio saltó a pelo los... por lo menos cinco metros que hay de lado a lado y ninguno de los soldados

de la Unión fue capaz de hacer lo mismo con sus caballos ensillados -remachó el sexagenario algo

ofendido por haber sido puesta en duda su capacidad narrativa.

-¿Y dónde dicen que está ese cortado de la montaña? -quiso saber más Calvin.

-Aquí mismo -señaló un joven hacia la calle como si el lugar se encontrase a dos cuadras del

pueblo-. A dos millas escasas.

-¿Y quién dice que mi caballo y yo no somos capaces de saltar esa grieta? -la pregunta en

realidad no iba dirigida a nadie por el momento-. ¿Alguien más piensa que mi caballo no es capaz

de hacer ese puñetero salto? ¡Que lo diga!

El silencio por parte de todos los presentes fue la respuesta que recibió, pero en el mismo parecía

quedar suspensa e implícita la desconfianza que sentían al respecto de sus posibilidades en salvar el

paso.

-Pues si hay alguien que tenga redaños, me apuesto todo lo que he ganado en los concursos con

quien quiera a que mi alazán logra dar ese salto como si tal cosa. No ha nacido caballo que haga

algo que el mío no pueda mejorar.

-Es una locura -advirtió el sexagenario-. Ni siquiera ha visto usted la grieta a saltar. Saltarla a

pelo -hizo hincapié en el detalle, que Calvin se había olvidado de reseñar- es muy peligroso; se

corre el riesgo de despeñarse. Y le aseguro por mi vida que quien cae por tal barranco no se salva

ni con la dispensa divina. ¡Habrá media legua de profundidad por lo menos! Tiene bien puesto el

nombre el maldito.

Estos argumentos no menoscababan el arrojo del forastero.

-Digo y repito, que si alguien cubre la apuesta de estos... No sé cuánto habrá... Mi caballo y yo

saltaremos el cochino barranco, a pelo, como el indio.

No hizo falta más que uno de los presentes cubriera 25 dólares de la apuesta total para que,

rápidamente, estuviese acordado y en marcha el asunto. En pocos minutos la noticia corrió como

reguero de pólvora por toda la población, formándose una enorme comitiva tras los apostantes,

todos camino al Barranco del Muerto; tanto así, que cerró hasta el salón, no queriendo perderse

nadie el evento; ni un alma quedó en el pueblo, todos, autoridades y ciudadanos, nativos y foráneos

se dirigieron hacia el consabido barranco.

Solamente cuando Calvin se encontró junto al corte rocoso que dividía a la montaña en dos

partes desiguales, mirando las entrañas profundas, hondísimas, más de lo que dijo el viejo, que se

abrían al través de la grieta cortada en vertical, sintió aprensión y arrepentimiento por su

precipitada decisión. Se injurió a sí mismo por permitir que su carácter alocado y bravucón se

impusiera a su razón. Siendo rocosos ambos lados del abismo, de piedra granítica, resbaladiza, le

iba a resultar harto difícil cruzar a salvo de un saltoo Y además, el hecho de tener que hacerlo a

pelo, suponía una dificultad añadida como para ponerle a uno los pelos de punta; si consideraba la

posibilidad de que su caballo se asustase en el momento crucial del brinco, el espectáculo se le

planteaba aterrador. Bien podría la apuesta resultarle fatal de necesidad.

Aunque con gesto adusto y cariacontecido, él ya sabía que su amor propio no le permitiría

reconocer su error. No era posible, pero sí probable, que si admitiese haberse equivocado al afirmar

que su caballo realizaría el salto, las gentes del lugar no tuviesen en cuenta la apuesta hecha y no

reclamasen el pago, pero eso quedaba en segundo término. Lo verdaderamente capital para él era,

que si renunciaba a saltar se le consideraría poco menos que un cobarde, y toda la gloria obtenida

en los concursos se convertiría en humo, pasando a ser un don nadie. Tenía que saltar. Estaba

resuelto; ni aun sabiendo que perdería la vida en el empeño daría marcha atrás. No obstante no

dejaba de hacerse interiormente reproches por verse metido en tan escabrosa coyuntura. ¿Quién le

había mandado a él meterse en tal berenjenal?... Nadie le había forzado a aceptar el reto, antes bien,

le instaron a hacer caso omiso de la tonta leyenda. Él sólo, sin ayuda de nadie, se había metido en

la boca del lobo por su mala cabeza.

Despojó a su montura de todo arreo, salvo la manta y las bridas, y le habló un rato largamente a

solas, animando al animal, transmitiéndole una confianza que él desde luego estaba muy lejos de

sentir; tranquilizándolo.

El lugar desde donde saltar no ofrecía mucha elección. Sólo era practicable el salto por un lugar,

siendo más ancho el abismo del Barranco del Muerto por cualquier otro punto elegido. Así pues,

no cabía la menor duda de por dónde cruzó el indio renegado huyendo de la persecución de los

yanquis. Calvin hubiera deseado ahora que aquel salvaje nunca hubiese logrado la proeza de cruzar

el abismo aquel.

Cuando consideró oportuno el momento, todo dispuesto por la escasez de necesarios

preparativos, montó en su cabalgadura bajo los atentos ojos de la población festiva, dispuestos

todos ellos a lo largo del borde del precipicio, dejando únicamente libre el sector por donde se

efectuaría el salto del caballo; eso sí, un sector amplio, para no estorbarle en su esfuerzo. No le

beneficiaría para nada el retardarlo ya que pensaba realizar el salto de todos modos, retrasarlo sólo

serviría para mermar su decisión y minar su valor. El expectáculo extra de los festejos, por lo

incierto del resultado, iba a resultar un más que digno colofón de fiestas.

Antes de espolear al caballo Calvin aún tuvo arrestos o presencia de ánimo suficientes para hacer

gala de su fanfarronería, pues el coraje le habría abandonado, pero pretendía no dejarlo traslucir.

Cualquier apariencia logra engañar, aunque sólo sea a uno mismo.

-Guárdeme bien el dinero de la apuesta -se dirigió al depositario de las cantidades monetarias-,

volveré por él enseguida.

Luego condujo a su fiel equino al punto que consideró más idóneo para las bien conocidas

facultades de su montura, desde el cual iniciar la galopada previa al salto. Echó un vistazo al gentío

dispuesto al borde de la grieta: le servirían como punto de referencia para apurar el terreno antes de

saltar; un vallado de hetereogéneo colorido, salpicado en sus almenas por algunas sombrillas

coloridas.

-Vamos, muchacho -le susurró el jinete al oído de su caballo-, no me vayas a dejar en mal lugar

ahora.

Acarició con suavidad, quizá excesiva por estar atenazados sus nervios por el temor, los flancos

del caballo con las espuelas y arrancaron ya al galope desde el mismo inicio. Poco le importaba al

jinete su estabilidad sobre el lomo desnudo, se mantenía bastante bien, no era la primera vez que

montaba a pelo. Tenía que conseguir que su caballo pasase al otro lado como fuese, y dejarse llevar

por el miedo no ayudaría.

El corto trecho hasta el borde del precipicio se cubrió rápidamente, apurando el terreno firme

disponible -bien el caballo, bien el jinete y bien ambos conjuntados- antes de efectuar el salto.

Mientras estaban en pleno vuelo, todos, público y participante, se apercibieron de que se alcanzaría

el borde opuesto. Así yo creyó intimamente Calvin. Y así fue. El alazán aterrizó sobre sus patas

delanteras medio metro más allá del abismo. Fue al hacer lo propio con los cuartos traseros cuando

sucedió el imprevisto: resbaló. Los cascos del animal patinaron por sobre la piedra de granito

alisado, y se hundió el cuerpo del centauro, cayendo peligrosamente hacia atrás. Las patas del

bruto, las traseras en todo momento, batieron en el vacío hasta hallar una de ellas la roca sólida y,

entre corcovos inverosímiles, con un arqueo corporal imposible que sacó al jinete de su asiento,

logró colocarse en terreno seguro sobre sus cuatro poderosas patas ahora.

Un clamor de admiración, de sorpresa, de susto, de expectación, de... surgió de las bocas de los

presentes.

-Vaya, tenía razón el muchacho -comentó inmediatamente el sexagenario que le narrara a Calvin

la leyenda del Barranco del Muerto-. Su caballo saltó, tal como él dijo.

No se escuchaban aplausos.

-Sí -opinó otro, éste mirando hacia el fondo del abismo a pesar de resultar imposible ver nada en

sus profundidades-, lástima que él no haya tenido la misma suerte.

Lo mismo hacían, mirar al abismo, la mayoría de las personas diseminadas a lo largo del

precipicio; todos hacían caso omiso al alazán, resoplante al otro lardo de la grieta.

-¿Qué hacemos? -preguntó el capellán de la iglesia baptista-. ¿Bajamos para recuperar su cuerpo

y ofrecerle sagrada sepultura?

El ministro de Dios era nuevo en la localidad e ignoraba la imposibilidad de tal acción.

-Échele su responso desde aquí si así lo desea, pater; ésta será su eterna tumba -decidió otro. Y

abriendo los brazos como deseando abarcar toda la montaña, añadió-: Nadie podría desear morir

con tanta grandeza como éste. Ni a los faraones egipcios se les enterraba en pirámides de semejante

altura.

Y tras esta comparación funeraria, todos regresaron camino al pueblo nuevamente; el

espectáculo había terminado. Y también las fiestas; salvo el baile final y los fuegos artificiales

como punto final. Lástima por el forastero, se los perdería. Alguien iría a hacerse cargo del caballo

más tarde. Se hacían comentarios diversos sobre lo sucedido, pero poco dignos de atención. Quizá

el más destacado fuera el que sigue:

-Por lo menos nos ha dejado su caballo, que es un buen semental sin duda -dijo uno, como no,

ranchero.

-Y el dinero. No te olvides del dinero -puntualizó un segundo, director del Banco Agrario local-.

Que tampoco es moco de pavo.

-Sí, no como el del año pasado, que se cayó al barranco con caballo y todo -cerró el alcalde de la

ciudad.

Cerca del barranco, por encima, dibujando un falso tornado en el cielo azul, planeaban varios

buitres carroñeros.



The End
*
Obra de José Ruiz DelAmor

relato premiado con un accésit en el I Premio de Relato Corto Katharsis 2008
http://www.revistakatharsis.org/premios_relatos_literarios2008_Accesit.html
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